viernes, 4 de febrero de 2011

Un reloj americano











Los primeros relojes de bolsillo que aparecieron en América del Norte fueron importados de Europa, principalmente de Inglaterra, que en aquellos tiempos era su "madre patria", en donde, como en los demás países relojeros, se fabricaban las piezas por distintos artesanos y el maestro relojero las ensamblaba, afinaba la maquinaria completa, las montaba en su caja (que fabricaba otro especialista) y los vendía.

Dicen que allá por el año 1775, llegaron los primeros relojes suizos, fabricados al estilo inglés, que era lo que gustaba en las "colonias". Parece que ya en 1830, grandes firmas como Vacheron & Constantin, se establecieron en New York, Philadelphia o New Orleans, buscando clientes adinerados.

A mediados del siglo XIX un tal Dennison, inspirándose en las técnicas de fabricación de armas en Springfield, Masachussetts, decidió intentar la fabricación de relojes basándose en estas técnicas, en las que se fabricaban todas las piezas en la misma fábrica con el sistema de división del trabajo y la fabricación de piezas intercambiables. Aaron Dennison fundó la Waltham Watch Company.


Whaltham pronto descubrió que era necesario inventar, desarrollar y construir su maquinaria de producción propia, adaptada a las pequeñas partes de los relojes y nuevas aleaciones y materiales, ya que la fabricación de relojes exigía unas tolerancias mucho menores que la fabricación de armas.


Gracias a estas técnicas, no solo Waltham, sino Elgin, Hamilton y muchas otras empresas americanas pusieron a la industria relojera de Estados Unidos a la cabeza de la industria mundial, fabricando lo mismo relojes de gran calidad y precisión como relojes populares que los obreros podían comprar por no mucho dinero.

La cosa es que posiblemente debido a la desaparición del reloj de bolsillo, a la proliferación de relojes de pulsera de bajo precio, al predominio de la industria europea o vete a saber por que causas (si alguien lo sabe que lo diga), estas grandes fábricas fueron desapareciendo.


Todo este rollo que he metido es únicamente para acompañar a las cuatro fotos que voy a presentar de un reloj que es un ejemplo típico de los que se fabricaron en Estados Unidos en aquél tiempo y que todavía funciona como el primer día.


Su marca es Dueber. (Solo de la historia empresarial del Sr. Dueber, primero como fabricante de cajas y luego de relojes, habría mucho para escribir). fue fabricado en la ciudad de Canton, en Ohio, cerca de 1889. Está montado en una caja chapada en oro de un cajista prestigioso como Fahys Montauk.

viernes, 26 de febrero de 2010

Diez mil visitas

Hola amigos.

Este modestísimo blog acaba de sobrepasar las diez mil visitas.

Quiero agradecer a las personas que han tenido la curiosidad y la paciencia necesarias para leer mis pequeñas cosas "relojeriles"

Muchas gracias y un saludo para todos.

lunes, 4 de enero de 2010

DOXA



El anciano Joseph se había quedado petrificado delante del escaparate. No era capaz de apartar la vista de aquél reloj de bolsillo que el anticuario acababa de colgar de su cadena. Parecía que al balancearse suavemente hubiese llegado a hipnotizarle.

A medida que, poco a poco, se iba parando el balanceo, dos gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.

Cuanto más lo miraba, más seguro estaba. Era como encontrarse a un amigo al que no se ha visto desde hace muchos años. Era él. Estaba bien conservado, pero se le notaban las marcas del paso del tiempo. La esfera y las agujas eran las mismas, eso sin duda, pero exhibiendo la pátina que dan los años. La corona había amarilleado, eso era buena señal, había sido utilizado, y con cariño.

Volvió a mirar la marca de la esfera: “DOXA”.

No podía ser otro. Quizás se habían fabricado millones iguales, pero este era el “suyo”.

Habían pasado 65 años y recordaba perfectamente la humedad: agua, barro, sangre. El peso: tenía varios hombres muertos encima de sus piernas. Y recordaba, sobre todo, el olor: no había palabras para describirlo.

Antes de aquello, un viaje en camión y el tronar de las ametralladoras. Los gritos de dolor y desesperación y el ruido infernal de la metralla al atravesar piel, carne y huesos antes de hundirse en la tierra. Era el día de Navidad.

Luego el silencio.

Gritos y órdenes incomprensibles para él. Los camiones se marchaban. Un soldado armado iba revisando los cuerpos inertes, con la misión de comprobar que no quedase nadie con vida. Posiblemente no tendría más de 15 o 16 años y estaba tan pálido como los muertos que tenía a sus pies.

Cuando llegó a su altura le miró a los ojos y lentamente levantó su fusil. Se quedó un instante como si él estuviese también muerto.

-Creo que no tuvo ánimo para rematarme —Se oyó a si mismo decirle al relojero--.

-Y yo tampoco esperaba sobrevivir. Me llevé la mano al bolsillo, saqué el reloj y se lo ofrecí.

-Estoy seguro que no se lo di para que no me matara. Estoy seguro. Y sé que él tampoco lo tomó con esa intención.

El relojero era un hombre de edad avanzada, tanto como el mismo Joseph, y le miraba perplejo a través de sus pequeñas gafas redondas, parecía incluso que su cerebro intentase mirarlo también a través de la lupa de relojero sujeta en su frente con un alambre.

-Este reloj pertenecía a mi hermano- dijo.

-Falleció ayer, día de Navidad.

-Cuando terminó la guerra –continuó hablando el relojero- no tuvimos noticias suyas hasta pasados dos años, cuando al fin lo localizamos en un manicomio al sur de Polonia, estaba en un estado físico lamentable y se había quedado mudo.

-Durante más de 60 años estuvo siempre a mi lado, juntos en el taller. Era muy buen relojero. En cuanto tenía un rato libre lo empleaba en limpiar un viejo reloj de bolsillo que siempre llevó consigo. No se de donde lo había sacado.

-Fue muy duro verle en aquel estado. Lo tenía a mi lado, pero parecía estar siempre en otra parte, con una mirada como perdida no sé donde. En contadas ocasiones pude ver en el fondo de aquella mirada una expresión que se podía interpretar como de alegría, o algo parecido. No sabría como definirlo.

-La muerte nos pillo desprevenidos. A los dos.

-Un infarto. Cayó en mis brazos. Me miró como nunca lo había hecho

-Sacó el reloj de bolsillo y señalando la vitrina del escaparate me dijo: “Cuélgalo allí”

jueves, 4 de diciembre de 2008

El fin de los relojes de bolsillo 3


Más todavía.













El fin de los relojes de bolsillo (2)

Otros ejemplos.















El fin de los relojes de bolsillo





















Dicen los libros que allá por la primera guerra mundial se empezaron a ver los primeros relojes colocados en la muñeca de los hombres. Parece que hasta entonces los pocos relojes de pulsera estaban destinados a las mujeres y que era poco varonil que un hombre los llevase.

El caso es que para su uso en el campo de batalla resultaba más práctico llevar el reloj sujeto en la muñeca que escondido en un bolsillo. A partir de aquí, los fabricantes se lanzaron a la fabricación de relojes de pulsera, incidiendo su publicidad en su utilidad como instrumento masculino.

Esto no significa la radical desaparición de los relojes de bolsillo, que siguieron en los bolsillos durante bastantes años, principalmente en las zonas rurales donde, debido al poco uso que se hacía de ellos (eran para los días de fiesta), fueron pasando de padres a hijos. Yo recuerdo esto de mis tiempos infantiles de los años cincuenta cuando pasaba los veranos en un pueblo de Castilla. En el campo, los trabajadores se guiaban por las doce campanadas de la iglesia para saber cuando era mediodía, o sea, la hora de comer.

Yo creo que es a partir de los años cuarenta cuando en España empezaron a popularizarse los relojes de pulsera.

Junto a los relojes de “marca”, al alcance de los bolsillos mejor dotados, aparecieron una gran cantidad de relojes que llevaban muchas marcas diferentes de diversas procedencias (casi todas ya desaparecidas) y, lo que es más interesante, con variedad de calibres distintos.

Arriba hemos visto unos cuantos ejemplos, de diferentes procedencias y épocas.

martes, 1 de enero de 2008

El discípulo de Droz

El discípulo de Droz


Marie se había propuesto firmemente no acostarse en toda la noche. Se pasaría todo el tiempo mirando por la ventana, de forma que sería imposible que el Anciano Carbonero dejase su regalo, escapando como siempre sin ser visto.

Su abuelo le había prometido (igual que el año pasado), que esta vez el regalo sería especial. Ella nunca había tenido una muñeca de verdad. Una muñeca de verdad –se decía- tenía que ser otra cosa que unos palos unidos por pequeños clavos, vestidos con un simple trozo de tela, y una cara redonda dibujada, -había que reconocer que con arte y gracia- por su abuelo.

El estar su casa tan aislada en la montaña, siempre nevada en estas fechas, era la razón que le daba su abuelo al explicarle la dificultad de que alguien pudiese llegar hasta allí con regalos. Pensaba que el cestillo repleto de nueces y un par de caramelos que aparecía bajo su ventana otros años, lo llevaría alguno de los arriesgados ayudantes del Anciano Carbonero, en un gran esfuerzo para evitar que ella se quedase sin nada.

Aguantaría sin dormirse.

A sus 72 años, el abuelo Louis seguía trabajando en su taller. Fabricaba primorosamente pequeñas piezas que le seguía encargando la familia de relojeros Jaquet-Droz, para la que había estado trabajando hasta el año 1790, precisamente el año de la muerte del patriarca de la misma, Pierre.

Desde su juventud había estado dedicado a la relojería. Siempre a las órdenes del gran maestro Pierre Jaquet-Droz, con el que había colaborado en casi todas sus grandes innovaciones, incluyendo los famosos autómatas que habían dado la vuelta al mundo.

Precisamente, esa experiencia, su memoria y la habilidad manual y técnica que aun conservaba, le habían permitido, tras años de trabajo fuera de horas y cuando no le podía ver su nieta, hacer realidad el sueño de la niña. Había memorizado y tomado apuntes de las piezas necesarias y la manera de ajustar las mismas. Naturalmente para construir su autómata no necesitaba las 2.500 piezas que tenía el original (que era capaz de tocar 5 melodías diferentes con el movimiento de sus dedos, mover los ojos, respirar y hacer una reverencia al acabar la melodía), él había preparado una versión reducida.

Esta versión reducida no dejaba de ser un verdadero autómata. Una preciosa muñeca que, con cara de porcelana, pelo natural y un precioso vestido, estaba sentada ante un órgano y que era capaz de hacer sonar una preciosa melodía procedente de sus 12 flautas.

Este año sí vendría el Anciano Carbonero.

Le despertó un suave ruido, tan suave como si unos esquís se deslizasen sobre la blanda nieve.

-¡Vaya por Dios! –Dijo- No he hecho más que cerrar los ojos un segundo.

Vio, a la vez, un anciano que se alejaba a toda velocidad sobre sus esquíes y un par de pequeños bultos depositados bajo su ventana y cubiertos con una manta.

-¡Abuelo! –gritó- y salió volando hacia la calle.

Al levantar la manta encontró un cestillo con sus nueces y caramelos. Lo que había a su lado casi no se atrevía a mirarlo. Miraba y no creía lo que estaba viendo.

La muñeca más bonita del mundo estaba delante de ella interpretando la melodía más hermosa que había oído en su vida.